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domingo, 7 de septiembre de 2014

La espada antitiburones

Aquí me tenéis de nuevo buceando en las hemerotecas digitales para conocer que se contaban nuestros abuelos sobre los tiburones. Hoy le toca a la del ABC, que es realmente espectacular. No tiene nada que ver con la desoladora mediocridad que tiñe las páginas del periódico (a excepción de su suplemento cultural, muy superior en calidad al resto de los que se editan hoy en España).
El artículo que os traigo hoy, publicado en 1921 en el suplemento Blanco y Negro, nos presenta uno de los más sofisticados ingenios diseñados hasta aquel momento para proteger a los buzos de los tiburones. Consistía básicamente en una varilla metálica conectada a un generador situado en un barco, que producía descargas eléctricas letales cuando entraba en contacto con el animal. Su inventor fue nada menos que Hugo Gernsback, un apasionado de la electricidad y sus aplicaciones, entre otras muchas cosas¹. No he logrado averiguar si tuvo mucho éxito o si en algún momento se llegó a poner en práctica con cierto rigor, aunque no parece probable.
Tampoco parece probable que Mr. Gernsback hubiese bautizado su artilugio con el nombre de la famosa espada del Cid Campeador, ni que en su artículo del Science and Invention hablase de la influencia de las tormentas sobre el carácter de las suegras, de natural avinagrado, de señoritas que atacan con sus uñas a solterones pretendientes, o de las hazañas de Don Quijote de la Mancha. Esto es cosa de D. Emilio Rodríguez Sadia, que en su afán divulgativo no duda en incorporar este tipo de elementos populares a un discurso a mi modo de ver ya de por si empalagosamente costumbrista.
Como siempre, he transcrito el texto tal cual aparece en el original, sin modernizar grafías ni puntuación, para conservar ese saborcillo a viejo que tanto nos gusta. Todas las ilustraciones pertenecen al artículo.


LOS ÚLTIMOS ADELANTOS:
LA TIZONA DEL DIABLO
Por Emilio Rodríguez Sadia


     En adelante yo no sé qué será peor: si verse buzo en presencia de tiburón o verse tiburón en presencia de buzo. Porque les digo a ustedes que el arma que acaba de idear H. Gernsback (véase la revista Science and Invention) para defender a buzos contra tiburones es un arma que ni uñas de mujer escarmentada contra solterón pretendiente (nueva casta de tiburón).
     He ahí una pecera de cristal, por la que navega gallardamente un pececillo rojo, como recreándose en el áureo cabrilleo de sus escamas. Tomemos el cordón de la luz eléctrica; destrencemos sus dos ramales; atemos a un ramal una laminita de plomo y al otro ramal una varilla metálica, forrada de goma en toda su longitud, menos en la punta. Si introducimos en la pecera de un lado la lámina, de otro la varilla, y damos a la llave, como para encender la luz, la pecera se convertirá en un vaso electrolítico, es decir, que de la varilla a la lámina, o viceversa, pasará corriente a través del agua, y observaremos que el pececillo coletea furioso hasta ponerse en la dirección en que va la corriente.
     Como no soy pez, no puedo decirles a ustedes la impresión que recibirá el animalito en ese momento; pero me imagino que le hará la broma muy poca gracia. Los temperamentos nerviosos son muy sensibles al estado eléctrico de la atmósfera. Por ejemplo: las suegras son insoportables el día de tormenta (y en su casa hay tormenta todos los días). Parece como si los efluvios eléctricos, que pasan de las nubes a la tierra por la diferencia de potencial, destemplasen el arpa privilegiada que forman sus neuronas, neuroglias, axones y ganglios. Ahora bien, la atmósfera del pez es el agua. ¿Y hay acaso temperamento más nervioso que el temperamento de un pez?
     Por eso, si estando ya el pez tranquilo, le acercamos la varilla, veremos que huye. Y si le acosamos con insistencia, pretendiendo tocarle, veremos que coletea tan desesperadamente, que llega a saltar fuera de la pecera.
     La única manera de poder tocarle es cortar la corriente y acercarle entonces la varilla sin electricidad alguna. Pero si estando así la varilla en contacto del pez damos otra vez de pronto a la llave, veremos que instantáneamente da un coletazo frenético y muere electrocutado.


     Pues ahora no es ya una pecera; es el mar. A bordo de un buque funciona una dinamo, entre cuyos bornes hay una diferencia de tensión de 2.000 voltios. Uno de los bornes está unido al casco metálico del buque (como si dijéramos a la laminita de plomo de la pecera), y el otro por medio de un largo cable, a la tizona del diablo (como si dijéramos a la varilla forrada de goma).
     La tizona del diablo no es, en efecto, más que una varilla de cobre encerrada dentro de un largo estuche de bambú, aislada, por consiguiente, en toda su longitud, menos en la punta, que queda descubierta. Su aspecto es el de una larga espada, cuya hoja asomase por el fondo de la vaina. El cable conductor del flúido eléctrico entra, perfectamente aislado, por la empuñadura de la espada, pero no llega a establecer contacto de primera intención con la varilla de cobre que constituye como la hoja. Para que se forme contacto es necesario que, apretando con la punta de la espada contra un obstáculo, se haga penetrar a la empuñadura dentro de la vaina (la empuñadura y la vaina enchufan como dos tubos de anteojo hasta vencer un muelle o trinquete de retención): en ese momento sí habrá contacto, efectivamente, entre el cable y la varilla de cobre, y aparecerá, por lo tanto, electricidad en la punta de la tizona.
   Resulta, pues, que la empuñadura obra como un interruptor. Cuando está separada de la hoja de la tizona, no puede llegar corriente a la punta descubierta, y en el agua del mar no se nota el menor influjo eléctrico. Tan pronto como hay contacto entre ambas piezas aparece electricidad en la punta descubierta. Los iones salinos empiezan a acarrear esta electricidad de la tizona al buque y del buque a la tizona, y a través del agua del mar pasa una corriente. Atención ahora. El caballero buzo se ha calzado ya las espuelas, es decir, unos zapatones enormes de plomo, que le han de servir para descolgarse al fondo del mar no de otra guisa que el de la Triste Figura se descolggmailó al fondo de la cueva de Montesinos; se ha vestido la cota de mallas, es decir, un voluminoso chaleco repleto de aire comprimido, con cuya fuerza ascensional podrá subir a la superficie en un momento apurado con más ligereza que el mismísimo ludión de Descartes (no sin haberse descalzado antes los zapatitos), y ha empuñado, finalmente, con el donaire de un muñeco de guiñol la tizona formidable.
     Pero he aquí que, apenas llega al profundo abismo, un tiburón de largos bigotes se abalanza hacia él dispuesto a devorarlo. El caballero buzo no se inmuta. La tizona en guardia lo espera. Al choque brutal se cierra el circuito eléctrico. Y el miserable selacio muere electrocutado.
     Un nuevo tiburón asoma entonces en la lejanía. Pero, como entre la tizona y el buque está ya cerrado el circuito a través del agua, al acercarse y sentir el desagradable cosquilleo de la electricidad gira sobre sus aletas, mira al buzo de soslayo y se va diciendo, como el loco de Córdoba al encontrar un perro, desde que la estaca del bonetero le puso los huesos como alheña: "¡Este es podenco, guarda!"
     Y el buzo se pone ya a recoger tranquilo esponjas y perlas.
     Los tiburones le deben tener ya al ingeniero Gernsback una ojeriza... Porque no es la primera vez que este buen señor abusa de su inocencia. El fué quien un día empezó a echar por la borda de un barco piltrafas de carne, pedazos de pan, plátanos, naranjas y hasta gallinas, desplumadas y todo. Los tiburones se arremolinaron todos al punto. ¡Ah, las gallinas! Sobre todo las gallinas se las disputaban a dentelladas con tanta furia, que ni que fueran actas de diputados a Cortes. Pero de pronto muerde uno de ellos una gallina y queda muerto en el acto. Aquella gallina estaba unida a un cordón eléctrico... En torno al cadáver todos los tiburones empezaron a maldecir amostazados. Hay que convenir en que la protesta no podía estar más justificada. ¡Por mucho menos protestaría cualquiera, aun sin ser tiburón!
Blanco y Negro, 6 de febrero de 1921, pp. 21-22

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¹Hugo Gernsback fue un tipo, como poco, bastante peculiar. Nació en Luxemburgo en 1884 y a los 20 años emigró a los EEUU, donde llevado por su pasión por la electricidad, la radio y la ciencia, se hizo inventor, escritor y editor de revistas de radio, de ciencia (entre ellas Science and Invention), y sobre todo de ciencia ficción. De hecho, muchos lo consideran como uno de los padres de este género, junto con H. G. Wells y el mismísimo Julio Verne, a pesar de sus turbias (como poco) y abusivas prácticas empresariales y editoriales. Tenía por costumbre explotar miserablemente a los escritores que contrataba para publicar en sus revistas, entre ellos gente de la talla de un Lovecraft; no es de extrañar que se refiriesen a él como "Hugo the rat".


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